Desde pequeña desarrollé el placer de la lectura, una de las más grandes inquietudes de mi vida. Solía proteger mis escasos libros como joyas preciadas.
Empecé a formar mi biblioteca con un libro que aún conservo: El galano arte de leer. Los autores son Jesús Domínguez Rosas y Manuel Michaus. Quizá estos nombres no le dicen nada a muchas personas, pero puedo decir con orgullo que fueron mis maestros. Ellos, en la escuela secundaria, me enseñaron realmente a leer: a disfrutar de la lectura. Ahí se encuentra tanto un extracto de Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, como El ruiseñor y la rosa impregnado de la visión esteticista de Óscar Wilde; y muchas lecturas más.
Al paso del tiempo, en mi vida adulta, he continuado disfrutando el encanto de los libros; leer y adquirir, compartir, recomendar, buscar y muchas veces haber encontrado algún ejemplar altamente anhelado, han sido actividades cotidianas a lo largo de mi vida.
Hace casi 10 años llegué a Australia luego de vivir en Barcelona. Solamente podía traer mis pertenencias en dos valijas, en las cuales coloqué con esmero lo que usaría durante dos o tres meses, o quizá más, hasta que llegara un cargamento que contenía mis objetos personales y, desde luego, varias decenas de cajas de libros. Puedo decir que mi biblioteca no es muy grande pero tampoco es nada despreciable.
Resolví traer conmigo –no sin tristeza– poco más de una veintena de libros. No podía faltar El galano arte de leer; además, claro, algunas obras de Sor Juana. Pensé en Cien años de soledad y para poder sonreír con la ironía de Cortázar, su Bestiario. De Borges, Ficciones y El libro de arena. Como heredera de los años 60, traje conmigo Ciudades desiertas de José Agustín; Aura, de Carlos Fuentes y Conversación en la catedral de Vargas Llosa. Me sentía en deuda con Marsé y Delibes, así que conjunté La hoja roja y Si te dicen que caí; además, por supuesto: Nada, de Carmen Laforet.
Luego me aseguré de El Quijote y El cerco de Numancia, pequeña pieza de Cervantes con prólogo de José Emilio Pacheco, dedicado a la memoria de Salvador Allende; no podía faltar Neruda, por lo que no sin pensarlo bastante me cercioré de Confieso que he vivido. Otro imprescindible: los poemas de T. S Eliot, así como las Cartas de Dylan Thomas; un poco de poesía de Baudelaire –en francés, desde luego– Les Fleurs du mal y el pequeñito Les Précieuses ridicules de Molière, que siempre me acompaña; mi adorado Hamlet editado por Harold Jenkins y como no puedo negar mi fascinación por la Semiótica, los Collected Papers de Charles Sanders Pierce, para finalizar con La estructura ausente y El nombre de la rosa de Umberto Eco.
Y a usted, ¿qué libros le acompañarían en un viaje al otro lado del mundo?
Biblioteca infinita, obra de arte realizada por el artista Job Koelewijn.
Susana Arroyo-Furphy
Publicado por Hontanar: www.cervantespublishing.com
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