miércoles, 18 de mayo de 2011

GITANO

Hace dos años conocí a Don Julián, un hombre afable a quien le gusta conversar. La otra tarde lo miré ahí, sentado, en el banco que está luego de la Plaza Artòs y las tiendas de la calle que sube a Sarrià. Como tenía tiempo, me senté a saludarlo. Don Julián siempre tiene historias.
–¿Te he contado lo que le pasó al “Gitano”? –me dijo.
–No –le contesté.
–¿Quieres escucharlo? Pues yo soy hijo de molineros, de Castilla-La Mancha, ¿lo recuerdas?
Apenas me permitía balbucear. Él quería hablar.
–Cuando yo era muy pequeño, apenas estaba así –me lo mostraba levantando la mano y midiendo unos 70 centímetros del suelo– creo que tendría como seis o siete años, mi padre contrató a un hombre, le llamaba “Gitano”. Este hombre venía con su esposa y unos siete hijos, había uno de mi edad, Antonio, y nos hicimos amigos.
Don Julián hablaba con las manos, las movía emocionado, parecía ver lo que contaba.
–Nosotros éramos muy ricos, no nos faltaba nada. Había vacas, cabras, ovejas, ganado variado, además animales de la granja: gallinas que daban huevos frescos todos los días. Se cultivaban verduras; teníamos árboles de frutas variadas, ciruelas, manzanas, melones, había de todo y desde luego: harina. Mi madre era una mujer rica y generosa, daba a todos de todo. A la mujer de “Gitano” le decía –eso lo recuerdo con claridad–: “toma harina, toma fruta, toma verdura, toma aceite, toma jabón, toma leche”. Le daba de todo.