En una pequeña población llamada San Miguel Nepantla, cerca de los majestuosos volcanes: Iztaccíhuatl y Popocatépetl,[1] en el Estado de México, a escasos 70 kilómetros de la Ciudad de México, hace más de 350 años, nació una mujer que marcó el mundo de las letras mexicanas e hispanoamericanas: Juana de Asbaje (o Asuaje) y Ramírez de Santillana, quien ha sido conocida en el mundo como Sor Juana Inés de la Cruz.
La vida de Juana transcurrió de manera poco usual para la época en la que vivió. En México –en aquel entonces llamado Nueva España– el dominio era del rey de España Felipe IV y luego de su sucesor Carlos II “el Hechizado”, cuyo representante, el Virrey, comandaba el país con la ayuda y supervisión de un representante de la iglesia católica, normalmente un obispo o arzobispo.
Los nombres de los hombres y las mujeres que rodearon a Sor Juana han sido importantes por haber formado parte de la vida de esta ilustre mujer. Así se puede leer sobre la condesa de Paredes, el padre Antonio Núñez de Miranda, el padre Vieira y tantos otros. A excepción de su amigo, Carlos de Sigüenza y Góngora, sabio matemático y astrónomo, quien brillara con luz propia.
En aquellos tiempos la sociedad se encontraba estratificada en castas. Sor Juana era criolla, hija de una madre criolla y padre de origen vascongado. Siempre estuvo consciente de la desventajosa situación de mestizos, negros, zambos, etc.
Sor Juana cultivó todos los géneros poéticos de la época y versificaba de natural intento en endecasílabos y alejandrinos, en octavas reales y en perfecto español apegado a las normas lingüísticas, retóricas, estilísticas y estéticas de la época. Desde muy temprana edad compuso piezas de refinado lirismo, con profundo conocimiento del arte clásico e impregnadas de la sabiduría que depuró en su cuantiosa biblioteca. La inmensa mayoría de su obra literaria –compendiada en cuatro tomos por el padre Alfonso Méndez Plancarte, en 1951[2]‒, abarca comedias, sainetes, autos, loas, letras sacras, sonetos, liras, endechas, décimas, romances, silvas; en prosa su Carta Autobiográfica a Sor Filotea de la Cruz y, de manera muy especial los villancicos, pequeñas piezas compuestas para ser cantadas.
Su convivencia con las tan diversas mezclas étnicas, aunada a su inquieto espíritu y su inmensa capacidad literaria, la llevó a componer obras en latín, así como en un perfecto español al estilo de Góngora y Quevedo; y de manera traviesa y juguetona compuso pequeñas piezas llamadas “tocotines”, mezcla de náhuatl y español, de canto, baile y poesía; alegría y divertimento, imaginería barroca.
¿Los temas? Eran los usuales o casuales de la época, la llegada de un nuevo embajador español, el nombramiento de otro, el cumpleaños de la Virreina o la celebración de algún santo.
De Sor Juana se sabe que aprendió a leer y a escribir siendo aún muy pequeña, que aprendió latín en 20 lecciones, que sabía náhuatl, la lengua que hablaban los aztecas y que hablan en la actualidad más de tres millones de personas en México. Se sabe también que quiso estudiar en la universidad, cuando el acceso era prohibido a las mujeres, por lo que decidió –luego de haber sido dama de la corte, doncella de honor de la Virreina, la marquesa de Mancera–, enclaustrase en el convento de San Jerónimo, lugar que hoy lleva el nombre de Universidad Claustro de Sor Juana, en la Ciudad de México.
En vida de Sor Juana un prelado se dedicó a escribir sobre ella, su biógrafo, fray Diego Calleja. Protegida por los virreyes, en especial por la virreina, la condesa Ma. Luisa de Paredes, la vida adulta de Sor Juana transcurrió oculta tras las rejas impuestas por ella misma, debido a la elección de una vida complicada, es decir, leer –su cuantiosa biblioteca contenía casi cuatro mil ejemplares– y escribir desde el claustro. Todo esto aunado al rigor de la orden jerónima, a las exigencias del convento –del cual Sor Juana era, además, maestra y contadora– y a las convenciones propias de la época.
Es difícil entender o explicar la forma de vida de un lugar y en un tiempo de los que se tiene noticias por los libros de cuyos autores conocemos poco, en este caso de los contemporáneos de Sor Juana.
La fama de Sor Juana se dio desde que se publicaran en Madrid, Barcelona, Sevilla y aún en la recién instaurada imprenta en México y en Puebla de los Ángeles, varios tomos de sus obras y con algunas reediciones, todo ello en vida de la autora.
El acceso a su biografía lo tenemos por medio de una carta que la propia monja escribiera como respuesta a una serie de acusaciones que se le hicieran desde la Iglesia por escribir letras profanas y por no dedicarse en cuerpo y alma al servicio de Dios.
La vida de Sor Juana debió ser muy complicada, así como objeto de envidias y reproches. El tiempo de Sor Juana fue un tiempo de oscurantismo, de muerte temprana por enfermedades sin cura en esos tiempos, por las condiciones insalubres –peste y epidemias- y por la dominación religiosa que no procuraba en lo absoluto la libertad de conocimiento, de palabra, de acción o de pensamiento.
Casi toda la obra de Sor Juana puede decirse que es religiosa. Sin embargo y por fortuna, podemos leer en la actualidad una buena cantidad de poemas escritos algunos de ellos en latín, en náhuatl o en curiosas mezclas de lenguas.[3] Entre la diversidad de poemas escritos por la pluma prodigiosa de Sor Juana está el Sueño, poema al que la propia Juana, en su Carta Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, fechada en 1691, se refiere como: “no me acuerdo haber escrito por mi gusto sino un papelillo que llaman El Sueño”. Del cual se ha dicho que pertenece a la historia de las ideas de México.
Tras las acusaciones que se hicieran sobre la persona y la obra de Sor Juana, en 1693 renuncia a las letras y dona su extensa biblioteca y aparatos científicos. Al año siguiente ratifica sus votos religiosos y firma con sangre su testimonio. El 17 de abril de 1695 fallecía, víctima de la peste, en el convento que hoy lleva su nombre.
El Sueño o Primero Sueño es una extensa silva de 975 versos. Ha sido considerado como la obra cumbre de Sor Juana; de él la misma autora señaló: “Siendo de noche me dormí, soñé que de una vez quería comprender todas las cosas de que el universo se compone, no pude, ni aun divisas por categorías ni a un solo individuo. Desengañada, amaneció y desperté.”
Audazmente moderna, la pluma diversa de Sor Juana explora en el mundo llamado por ella misma “sublunar”, observa a las criaturas y sobre todo, el sueño, el lapso en el que los huesos, los ojos, el cuerpo entero duerme y el pensamiento vuela. Así, en un vuelo astronómico, filosófico, mitológico y de conocimiento introspectivo, la autora nos prodiga su más completa obra: el Sueño.
Sor Juana fue defensora de las ideas, de los pensamientos libres, del feminismo en su más pura definición: que la mujer es tan capaz intelectualmente como el hombre; de la humanidad, de la poesía, de la retórica, del conocimiento y lo que es más importante de la libertad intelectual.
Pintura de Miguel Cabrera 1695–1768, quien fue un indígena zapoteca, extraordinario pintor.
[1] Iztaccíhuatl y Popocatépetl son voces nahuas. Los mexicas cambiaron el nombre original: ‘Xalliquehuac’ (arenales que levantan o vuelan) y también ‘Atepetolonhuhuetl’ (cerro viejo donde brota agua), por Popocatépetl, que significa “cerro que humea”. Iztaccíhuatl quiere decir “mujer blanca, de nieve”, también se le llama “la mujer dormida”. El Popo (como se le conoce cariñosamente) es un volcán que tiene aproximadamente 730 mil años de vida; su altura es de 5,452 metros.
[2] Méndez Plancarte, Alfonso. (1976). “Prólogo y notas”. Obras Completas de Sor Juana Inés de la Cruz. Tomo I. Lírica personal. (1951). Biblioteca Americana. México:FCE.
[3] (v. www.cervantesvirtual.com; Arroyo Hidalgo, Susana, «Sor Juana Inés de la Cruz, transmisora de lo popular», apud, I Congreso Internacional Sociedades y Culturas: Abriendo caminos, Sociedad Española de Estudios Literarios y Universidad de Sevilla).
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