lunes, 4 de julio de 2011

Nuestra Señora de la Cueva

“She and the Storm God are the major deities of this realm”. Esther Pasztory.
Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva…
Uno de los procesos arqueológicos más fascinantes de los últimos años es el que ha revelado la existencia en Teotihuacan de múltiples cuevas naturales. Esto llevó a postular la noción de inframundo como parte integrante del paisaje espiritual teotihuacano.
Las fuerzas superiores nos deslumbraron, nos atajaron, nos transmutaron. Nos convertimos entonces en seres sin cuerpo, solamente dibujados. Nuestras cabezas se hicieron penachos, nuestros torsos se emplumaron. La saliva que corría por nuestras bocas y esófagos se tornó en savia. Nos desollaron.

La geografía adquiere connotaciones de sagrada, de tierra perfecta, de patria que mejor habría que calificar como matria porque su signo es femenino.
¿Para qué vivir si nos desgranamos? Las mazorcas fueron hermanas, madres, hijas destazadas, vientos y advientos, lunas, plenilunias. Moríamos poco a poco. Nos deshacíamos en la vertiente de los elementos.
El dédalo de cuevas, el río San Juan, el complejo de lluvias y secas que nutrieron el casi milenio teotihuacano, los terrenos planos y las cumbres como el Cerro Gordo convirtieron a Teotihuacan ante los ojos de los teotihuacanos en un lugar arquetípico.
Su jeroglífico más perfecto es la Diosa de Tepantitla. Su enigmático cuerpo aparece sobre una estructura en la que abundan el agua y sus criaturas. Otra estructura en forma de cueva aparece llena de semillas y de promesas vitales. No tendría nada de sorprendente que la ubicación de la cueva correspondiera al vientre de la diosa vuelta de espaldas.
Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva…
La Diosa se transfiguró y se hizo virgen. La virgen se hizo madre y la cueva de su vientre fue horadada. Mil y un soldados la profanaron. Fue la Malintzin del ejército, multiplicado una vez diez mil veces. Llegaron del espacio. Y a todos nos degradaron.
De la mano de esta consideración pasamos a contemplar a la figura de la Diosa de Tepantitla como un microcosmo cifra del macrocosmos. El cuerpo de la deidad es el cuerpo del mundo que es el cuerpo del hombre.
Ese abdomen, esa pelvis y esos miembros inferiores son en el icono que nos ocupa, la cueva, coronada por un techo de línea también serpentina, como la de los brazos de la diosa. En ese inframundo las corrientes de agua representadas remiten al concepto náhuatl de in atl in tepetl: en el agua y en el cerro: la ciudad, la morada propia de hombres, Tamoanchan también, el útero suprahumano con sus aguas misteriosas, preñadas de vida: Teotihuacan de signo femenino, donde los hombres pueden convertirse en dioses.
No basta la mirada y la ocasión de sentirse muerta en vida, mujer, madre, virgen, diosa fratricida, quebrantada, dolida; madre mártir parida cien veces. Madre convertida en pecadora por el raptor que repta la morada.
Dice Esther Pasztory que “en sus pintados complejos departamentales, la gente de Teotihuacan estaría viviendo en este paraíso en la tierra que era, literalmente, el cuerpo de la Diosa”.
Y nos hicimos uno. Y nos vertimos e invertimos. Los elementos se confundieron. Y nos calcinamos con el viento; nos ahogamos con el fuego; nos enterramos con el agua y nos deshicimos en la tierra.
La figura está de espaldas. Sobre su espalda, una máscara nos mira. Ella, la Diosa, voltea su rostro al lado de la realidad que no vemos, a la entrada a la matriz del mundo: de donde sale la vida y a donde llega la muerte.
Ésta se superpone al tronco arborícola que la corona produciendo en conjunto una poderosa imagen que remite a la simbólica del centro. El árbol con sus ramas entrelazadas en curvas serpentinas es el eje del mundo que pone en relación los diferentes planos.
Madre, ¿quién me compra una naranja para mi consolación? Una naranja madura en forma de corazón. Nadie pidiera mi sangre para beber.
Yo mismo no sé si corre o si deja de correr.
Mis alas rotas en esquirlas de aire, mi torpe andar a tientas por el lodo; lleno de mí –ahíto– me descubro en la imagen atónita del agua.
La diosa está de espaldas. De espaldas sellando su propia cueva. Con los brazos serpentinos por encima de su vientre. Porque ella es la cueva: es el agua tibia y el útero, el fuego de las entrañas, el campo rubio del maizal maduro y el tremolar de ave de las mazorcas que parecen el cuerpo de pluma de la serpiente terrestre.
Al fin desplegaban las alas de la serpiente emplumada, la tierra se estremecía, el agua se inundaba, el viento dolorido su viajar, cansado, cesaba y el fuego, ah, el fuego crepitaba.
Es la Diosa, es la Madre, es la Señora de la Abundancia, el manto del mantenimiento, la piel de la Tierra y la garantía de la alianza. He ahí, en el muro del llamado Tlalocan de Tepantitla no al Señor de las Tormentas, sino a Nuestra Señora de la Cueva, que no es solamente lluvia ni solamente fuego sino la síntesis que se traduce en fecundidad, abundancia, apetecida seguridad de la continuidad de la vida, de su comienzo y de su retorno.
Y en el juego angustioso de un espejo frente a otro
cae mi voz
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
como el hielo de vidrio
como el grito de hielo 
Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva…
(Karl A. Taube. The temple of Quetzalcoatl and the cult of sacred war at Teotihuacan. Cambridge, MA. 1992. Con la interpretación de Maridel García en el texto en redondo y las inserciones en itálicas de Susana Arroyo-Furphy, con algunos versos al final de José Gorostiza y Xavier Villaurrutia).

Publicado en Hontanar
Susana Arroyo-Furphy

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