A Gerzy, quien construye algoritmos, con
amor...
Los últimos acontecimientos ocurridos
en las calles de Numancia mantuvieron a Germán en un silencio casi absoluto.
Como buen hombre de números decidió que tras la tempestad viene la calma; así
que era mejor tomar las cosas con estoicismo espartano en lugar de tratar de
rebelarse ante lo inminente.
Le tomó mucho
tiempo, varias caipirinhas (su bebida preferida) y la optimización de encarnizados
algoritmos, aceptar la triste e implacable realidad: de nada sirvió que fuera
personalmente a entrevistarse con las autoridades de la Generalitat para
explicarles, hacerles entrar en razón, y decirles que no debían derribar el
edificio de la esquina de Marqués de Senmenat. Era viejo, cierto, pero guardaba
el tesoro preciado, la herencia de los siglos.
El Imperio Romano,
habiéndose establecido en las profundidades del Barrio Gotic en algún momento
de su existencia, subrepticiamente, designó un par de selectos alcaldes para
que se trasladaran al que ahora se conoce como el Barrio de Les Corts y realizar
ahí ciertas secretas maniobras, dice la historia. No obstante la escasa
información al respecto, ahora se puede explicar la razón incuestionablemente
relacionada con el tesoro, de las excavaciones del traspatio.
Germán consultó a
los historiadores de la Autónoma, de la Pompeu Fabra, de todas las
universidades, entrevistó a los académicos de la ciudad, pasó días, semanas
enteras casi sin comer en las bibliotecas tratando de desentrañar el enigma. Se
alejaba ciertamente de sus investigaciones sobre el cálculo de campos
electromagnéticos, pero había encontrado por primera vez en su vida –y se consideraba
a sí mismo pionero- una pista que le llevaría a observar la reunión de todos
los puntos posibles, la unidad infinitesimal, el codiciado aleph.
Sabía de antemano
que nunca lo lograría. Pero aún a sabiendas, quiso correr el riesgo como buen
heredero de Borges.
Todo comenzó la
primavera de 2002 mientras paseaba por las Ramblas. Miraba las estatuas
humanas, las pinturas, los roedores..., y de repente se le apareció, como una
epifanía, la mirada artera de Laura. No escuchó lo que ella graciosamente le
decía como invitándolo a dar unos pasos de cierta samba brasileña, no
precisamente bien acompasada pero llena del sabor latino. Por supuesto que
sabía bailar, había vivido dos años en Sao Paulo y conocía tales veleidades; sin
embargo, su temperamento flemático le impidió condescender y, viéndose
flanqueado, decidió volver atrás y mantenerse a distancia.
Laura no invitó a
nadie más. Germán se preguntaba –con verdadero pánico- si en sus ojos había
encontrado la solución o, mejor dicho, la intersección de los puntos, la respuesta,
la pregunta, la pauta. No quiso mirarla detenidamente. Le aterraba verse
sorprendido.
Laura se convenció
de que había algo en ese chico que la ataría a su lado.
Tres semanas más
tarde, frente al inminente plazo de entrega de resultados de la investigación
sobre la energía radial, el 15 de agosto, Laura se presentó en el laboratorio
para sorpresa de sus compañeros de trabajo. Germán hizo como si no la
conociera. Siguió trabajando en el algoritmo de interpolación de campos,
recitando en voz baja, como encantado, Mandelbrot, Mandelbrot, Muhammad ibn Musa al-Jwarizmi (quien, por
cierto, fue el inventor del algoritmo), Mandelbrot, al-Jwarizmi, Borges…, decía
entre dientes.
Laura lo sorprendió
colocando su cara entre él y el ordenador: -«¿Rezas?», le dijo.
-«A veces»-, respondió
Germán.
-«No, tonto, te pregunto
si estás rezando en este momento»-, insistió Laura.
Germán sabía que
acabarían comiendo juntos en la cafetería de la Facultad. Temía que Laura
fuera, además de una deliciosa inquietud a sus sentidos, un enigma más de los
tantos que tenía por resolver.
Así que pensó y se
dijo a sí mismo: -«No, vete, mejor no, vete ahora; la tentación de mirar de
nuevo el aleph es como agua de mayo
para mí, pero no ahora, será mejor después, cuando haya resuelto el algoritmo».
Caminaron.
Intercambiaron ideas e ideales. Se mostraban como viejos conocidos. Germán le
rehuía la mirada. Por primera vez en su vida adulta…, tuvo miedo.
La sensación fue
parecida, pero superior, a la experimentada varios años antes en la esquina de
Corrientes, en la Capital Federal, Buenos Aires -por supuesto- tras la
persecución de la huella de Beatriz Viterbo y de la vieja casona de Carlos
Argentino.
Al final de la
tarde, cuando se asomaban casi inútiles los últimos rayos de sol, ahí, entre
los árboles de los jardines de la universidad, lo miró resplandeciente. El aleph
se encontraba colocado, instalado, depositado, raptado, en el interior del
verdoso iris de Laura. Germán miraría solamente uno de los ojos de Laura, uno,
con uno le bastó. Estaba estupefacto. La multiplicidad de las líneas y
filamentos del iris fue como un túnel de placer. Germán se dejó llevar,
absorto. Calculaba, medía, intentaba realizar operaciones mentales con sistemas
notacionales que le permitieran entender luego. Luego, la despedida. Germán
sabía que tendría que visitar el escondrijo de Marqués de Sentmenat y beber de
su cáliz la sabiduría.
Laura no entendía
muy bien el proceso. Ella se explicaba a sí misma, y a Germán, que lo que él
había mirado en sus ojos era amor. Germán sonrió.
Y luego…,
destruyeron el edificio.
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