sábado, 22 de noviembre de 2008

De la página de Roberto Echavarren


Del espacio de Roberto Echavarren
MAROSA DI GIORGIO





Cuando yo era lechuza observaba todo con mi pupila caliente y fría;

no se me perdió ningún ser, ninguna cosa. Floté delante del que

pasara por el campo, la doble capa abierta, las piernas blancas,

entreabiertas: como una mujer.



Desde afuera, desde la mirada del animal, que sorprende, sobrecoge, da ánimo al cuerpo, se capta el cuerpo que alguien deviene. Si uno fuera una, si fuera ese supuesto objeto, si fuera una mujer. No es una mujer que escribe: es una lechuza. No escribe desde la mujer, sino para devenir mujer del cuerpo “entreabierto” y flotante en el cielo, captado allí fuera, que sorprende en los ojos hipnóticos del pájaro de noche. Desde la gruta de Polifemo donde preside una “infame turba de nocturnas aves”, hasta la lechuza en la noche del Sueño, de sor Juana, vergonzosa por haber sido violada por una padre (mito de Nictimene en Las metamorfosis de Ovidio, de donde la extrae sor Juana) hasta la que deviene mujer, mujer violada por un lobo (en La falena, de Di Giorgio) no hay más que un paso, que se franquea a cada momento.



El cuerpo violado y expuesto en el cielo de un poema, esa vergüenza difamada, es una vergüenza hecha visible por sorpresa, desde el oscuro. Al volverse animal, el relator se libera de la culpa paralizadora que inflingen las instituciones. Al ver a través de los ojos inhumanos del animal contempla sin miedo una vergüenza inocente.

El punto de emanación del sujeto, otro en la mirada de la lechuza, da lugar a un trastrocamiento de los pronombres. En Di Giorgio, alguna experiencia equivale a otra, pero es contada desde un punto de vista inverso: soy la Virgen, veo la Virgen; soy la mariposa, veo la mariposa. Avatares de un cuerpo en escritura: brillo de las flores, cuyos pistilos queman como cien manos de un alma que viene de visita, membrana, película, cielorraso, cielo, se puede rasgar, se rasga, es sustituido por otro y otro, sin fondo. Cuerpo onírico, ya que en el sueño todas las imágenes emergen para solicitar atención. En la vigilia sólo algunas sorprenden y las llamamos extrañezas o alucinaciones.

La chacra, el jardín, el huerto, están poblados por frutos reales e irreales, animales reales e irreales, personajes reales y ficticios (el padre, la madre, primas, hermanas, novios, muchachos y un ocasional notario) y seres mitológicos (la Virgen, el Diablo, la hija del Diablo, Dios, las hadas), otras tantas singularizaciones de una experiencia nunca del todo interior, en contrapunto.

El sujeto son las cosas que asaltan como mirada. Esta “reificación” vivificante (devenir cosa o animal) es un antídoto contra la cosificación o identidad forjada por las expectativas de la familia y del trabajo. En Di Giorgio, los roles sociales resultan una comedia de costumbres agujereada por otros prodigios cotidianos que la relativizan. Un imperativo absoluto pero vacío se concreta, espontáneo, en cada caso, a través de los dictados que articulan miradas nómadas de insoportable intensidad.

Universo de pronombres y jerarquías intercambiables, juego de amenaza onírico y chamánico en contraste con un contexto positivista y estéril de consignas y compromisos, cuando no de mero realismo inane, la poesía de Di Giorgio no solicita el consenso de ningún mandatario cultural. Corre un peligro en cada caso: el devenir pájaro, por ejemplo, implica el ser baleado por algún vecino que defienda su huerto. Basta pensarlo, basta pensar o escribir para experimentar devenires reales.

El yo, en Di Giorgio, es la esquirla de una catástrofe. El yo es apenas un punto de vista sorprendido por las miradas, una paja que flota y ni siquiera tiene un deseo que pueda llamar propio. El deseo implica el conjunto del universo, aunque en cada caso, en cada línea, es significante, singular. Los girasoles son las caras del deseo. Entre el sol y los girasoles media el cosmos, que también desea. El yo no tiene cara: es mirado por miríadas enceguecedoras, pero no uniformes, no indiferentes. No es cierto que en un poema cabe todo. Caben algunas cosas, depende de los recorridos y los climas.

El yo está deslumbrado por las miradas. Las millonésimas vegetales y animales no emanan de un acto de voluntad del yo. Pero atenderlas es un imperativo de abandono, un acto de calma frente a las diferencias que intiman una unión imposible con otro e inducen, paradójicas, la experiencia de una boda hermafrodita:

Verdes, color rosa, anilladas, dibujadas. Se dice de ellas que tienen relaciones consigo, y se las ve en el espasmo… Las consideran sólo ensueños, representación de los pecados de los hombres. Pero yo… sé que son, de verdad. Las vi abrir los labios… enfrentar la propia línea, jugando y pelando; y en el amor a solas, retorcerse hasta morir.

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