sábado, 10 de abril de 2010

SAM




Sam viajaba feliz con su madre. Todas las mañanas al salir el sol observaba con franca admiración los rayos tenues que bañaban su cuerpecito. La vida no podía presentarse más bella.
El ir y venir, salir, entrar, subir, bajar, eran encuentros inesperados con otros mundos. Casas y árboles, todo era digno de mirarse.
La gente miraba a Sam, embelesada. Y así, a lo lejos, veía a la dulce niña de rubios cabellos, tomada de la mano de su madre, despedirse de él tímidamente.
Pocos seres en la tierra podían gozar las delicias de la naturaleza, de la humanidad, de la creación.
Sin quererlo, casi sin darse cuenta, anochecía y la dulce niña regresaba –tal vez de la escuela- y ahora saltaba y silbaba. En algunos momentos llegó a pensar que la niña era como él, de dulce naturaleza, sin asomo de tristeza o soledad.

Y así pasaban las horas, tomado de la mano de su madre o simplemente recibiendo su afable mirada como una invitación a continuar la jornada. Con seguridad Sam pensaba que la vida era hermosa y que la suavidad circundante era lo normal en el mundo. Aunque llegó a conocer a seres menos afortunados que él, que tenían que trabajar mucho para comer escasamente algún mendrugo, beber un poco de agua de algún charco y sentir tristemente el rechazo de la gente.
Seguía a la niña sin ser visto. La veía entrar en un lugar grande lleno de ventanas y patios. Era la escuela. La esperaba horas y horas y luego la veía salir a jugar con chicos como ella. Algunas veces iba de la mano de su madre a otro lugar, grande, con pocas ventanas. Un día se asomó y vio en medio, al frente, una figura colgada en una cruz. Vio cómo la gente hacía filas para acercarse hasta donde había un hombre vestido de manera diferente. La gente hacía ciertas señales con la mano, pasaba los dedos por la cara y el pecho. Luego, se miraban entre ellos y se saludaban, algunos ponían parte del cuerpo (las rodillas) en cierta incómoda posición. Más tarde todos salían muy contentos. Y entonces volvía a ver a la niña de regreso, de la mano de su madre.
Cierto día empezó a sentirse un gran calor, era inusual. Sam preguntó a su madre (en su propio lenguaje) qué sucedía, ya que la temperatura siempre ideal no le había causado ningún malestar. La madre corría con él a cuestas, despavorida. Huía de esa ola de calor incesante.
Poco a poco sus pequeños ojos se inundaron de la vista incendiaria del fuego. El rojo y el amarillo, colores nunca vistos, inmensos, sacudían los árboles, las casas, las calles. Buscaba desde lo alto a la niña de rubios cabellos pero su madre no le permitía hacer ningún movimiento, ella estaba a cargo. Casi saltaba por todas partes.
El fuego incesante, descomunal, arrasó con todo. Con gran furia, estrellándose sobre cualquier ser animado o inerte, las llamas ardían, envolventes, presas de lujuria, de fuerza incontenible.
Sam se sintió arrostrado y, de repente, reconoció la falta de voluntad en la mano de su madre. Regresó a llamarla y la vio calcinada por las feroces llamas. No pudo mantenerse cerca del cuerpo inerte pues las lenguas de fuego lo asaeteaban. Corría, saltaba, huía despavorido.
Perdió el control de sí mismo. Ahora el amarillo, naranja y rojo, se tornaban en humo denso, gris, espeso. Y, desvalido, fue a dar a un lugar oscuro y sombrío desde donde alcanzaba a escuchar los alaridos aún voraces del fuego.
No supo cuánto tiempo pasó. Casi moribundo, suavemente unas manos, humanas y generosas, levantaban su suave cuerpecito y le prodigaban una botella con agua.
Al día siguiente, la fotografía del bombero David Tree apareció en todos los diarios de Australia, quien había salvado a Sam, el pequeño koala, uno de los pocos sobrevivientes del incendio forestal más grande de los últimos tiempos, el llamado “Black Saturday”.

En Fuego, publicado por la Asociación de escritores Tirant lo Blanc. Catalunya y México.
© México, 2010.

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